EL EXPOLIO

El Expolio: meditación ante el despojo de Cristo
El Expolio es una gran obra del pintor cretense, que fue realizada entre los años 1577 y 1579, para la Sacristía de la Catedral de Toledo. Es un óleo sobre lienzo y mide 285 centímetros de alto y 173 cm de ancho, se conserva todavía en la Sacristía de la Catedral de Toledo, España, donde es posible visitarlo.
Podemos detenernos en un primer detalle: el lienzo fue pintado para la Sacristía. Reproduce el momento de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo en el que luego de la Oración en el Huerto y sus enormes dolores espirituales que lo llevaron a sudar sangre; las brutalidades del apresamiento; después de la farsa judicial, el Señor se encuentra en el justo y preciso instante en que iban a iniciarse los peores sufrimientos finales de la Pasión. Sin dudas deberían ser estos los pensamientos centrales de cualquier sacerdote antes de iniciar la celebración del Santo Sacrificio. Al revestirse el sacerdote, in persona Christi, debería remembrar este instante de la Pasión en que el Señor es despojado de todo, es cubierto del manto rojo, escupido, insultado, escarnecido. El sacerdote al revestirse se desnuda de sí mismo, no es ya él quien subirá al altar sino otro Cristo que ascenderá para volver a padecer y entregar su cuerpo y sangre por los pecados del mundo. Mientras tanto en el interior de la Iglesia también los fieles deberíamos estar recordando este momento, despojándonos nosotros también de nuestros egoísmos, nuestros caprichos, y aún de nuestros gustos y preferencias. Dejar el alma libre de toda atadura humana para que sola y despojada pueda acompañar verdaderamente al Señor en el camino de la Cruz. Podríamos decir que este es el primer momento de la Santa Misa: la preparación de la sacristía para celebrar los divinos misterios.
Podemos ver la obra como una obra de arte más o podemos intentar como recomienda San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales tener “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí” (Ejercicios Espirituales, 203).
Cristo es pintado en el centro del lienzo, mirando al cielo con una expresión de serenidad y quietud que contrasta con la violencia de los que lo rodean. Su túnica de intenso color rojo domina toda la composición.  Así ha de ser nuestra actitud durante la Santa Misa: el mundo se detiene, no debe importarnos la gritería, ni los insultos, ni las persecuciones de afuera, sólo Cristo en el centro de la escena dirigiendo su mirada hacia el Padre ha de ser el protagonista absoluto. Todo quietud, todo silencio, todo serenidad y oración íntima.
Así como en esta obra de El Greco la figura idealizada de Jesucristo destaca poderosamente del resto y parece ajena al gentío violento a su alrededor, así ha de suceder en cada celebración del Santo Sacrificio. Se me hace que así nos ve Dios cuando estamos en la Santa Misa: del mismo modo que nosotros vemos este poderoso óleo. Dios ve al sacerdote en el centro de la escena repitiendo los dolores de su Hijo muy amado y nos ve a los que estamos en derredor…
¿Cuál es nuestra actitud? ¿Con cuál de los personajes me puedo identificar? ¿Con el hombre de sombrero rojo oscuro que por detrás de Cristo lo señala acusadoramente? ¿Con los otros hombres a su lado que discuten acerca de las vestiduras del Señor o vaya a saber acerca de qué preocupaciones discuten? ¿O quizá podría identificarme con el hombre vestido de verde a la izquierda de Cristo que lo sujeta con una cuerda y está presto a desnudarlo para la crucifixión? ¿O soy como el otro que vestido de amarillo en la parte inferior derecha se inclina sobre la cruz, para perforarla, para que con facilidad pueda pasar el clavo que atravesará los pies de Cristo? ¿O tal vez podría ser yo el soldado con armadura que parece ver la escena con indiferencia como quien dice: “es mi trabajo, yo no puedo hacer otra cosa”, otro Pilato lavándose las manos? ¿O con alguno de los tres rostros más cercanos al Señor que miran para otro lado? Todas estas actitudes posibles puedo hallar en mi vida si me examino con seriedad: la acusación gratuita, la discusión vana, la superficialidad y vanidad, el exhibicionismo o la soberbia, la pertinacia en el pecado, el indiferentismo, la falta de compromiso o decisión o coraje. Todas estas actitudes posibles de los pecadores son sin duda las que nuestro Padre ve en nosotros cuando rodeamos al Señor ofreciendo nuevamente su sacrificio en cada Altar: nos amontonamos, murmuramos, nos distraemos y nos movemos de aquí para allá con nuestros gestos, nuestras picas, nuestras lanzas y nuestras almas alborotadas sin atender a lo esencial.
En la parte inferior izquierda vemos a las tres Marías: la Virgen, María Magdalena y María Cleofás (¡cuya inclusión en el cuadro tantos disgustos ocasionó al pintor!) parecen ser las únicas que ubicadas por debajo del Salvador contemplan la escena con angustia aunque serenamente fijando su vista en el clavo como entreviendo los próximos sufrimientos del Señor. Tal vez alguno de los tantos rostros del tumulto podría estar en la misma actitud de las piadosas mujeres… tal vez, cuesta verlo en el tumulto… el trigo y la cizaña entremezclados…
Cuando uno repara en los detalles –aún el mínimo de la pequeña piedra justo debajo del pie del Señor, como indicando que ni aún esa molestia quiso ahorrarse en su pasión– encuentra muchas figuras sugerentes e interesantes aunque oscuras y sombrías; sin embargo, la perfecta unidad de la composición hace que toda nuestra atención se dirija hacia la figura de Cristo iluminada y destacada con sus intensos colores. Así ha de ser en nuestra vida, así ha de ser en nuestra Semana Santa, así ha de ser en la Santa Misa. Y así es como seguramente nos mira el Padre desde los cielos: Cristo, su Divino Hijo, es el centro de su atención y nosotros a su alrededor según seamos capaces de estar cerca y consolarle.
Ese Cristo y su intensa mirada parece estar cantando al Padre el Salmo 22:
“Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?,
¿por qué no vienes a salvarme?,
¿por qué no atiendes a mis lamentos?

Dios mío,
día y noche te llamo, y no respondes;
¡no hay descanso para mí!

Pero tú eres santo;
tú reinas, alabado por Israel.
Nuestros padres confiaron en ti;
confiaron, y tú los libertaste;
te pidieron ayuda, y les diste libertad;
confiaron en ti, y no los defraudaste.

Pero yo no soy un hombre, sino un gusano;
¡soy el hazmerreír de la gente!
Los que me ven, se burlan de mí;
me hacen muecas, mueven la cabeza
y dicen:
«Éste confiaba en el Señor;
pues que el Señor lo libre.
Ya que tanto lo quiere, que lo salve.»

Y así es:
tú me hiciste nacer del vientre de mi madre;
en su pecho me hiciste descansar.
Desde antes que yo naciera,
fui puesto bajo tu cuidado;
desde el vientre de mi madre,
mi Dios eres tú.

No te alejes de mí,
pues estoy al borde de la angustia
y no tengo quien me ayude.
Mis enemigos me han rodeado como toros,
como bravos toros de Basán;
rugen como leones feroces,
abren la boca y se lanzan contra mí.

Soy como agua que se derrama;
mis huesos están dislocados.
Mi corazón es como cera
que se derrite dentro de mí.

Tengo la boca seca como una teja;
tengo la lengua pegada al paladar.
¡Me has hundido hasta el polvo de la muerte!
Como perros, una banda de malvados
me ha rodeado por completo;
me han desgarrado las manos y los pies.
¡Puedo contarme los huesos!
Mis enemigos no me quitan la vista de encima;
se han repartido mi ropa entre sí,
y sobre ella echan suertes.

Pero tú, Señor, que eres mi fuerza,
¡no te alejes!, ¡ven pronto en mi ayuda!”

Cristo dirige al Padre su intensa mirada de angustia y misericordia, su amor por nosotros, los pecadores, esperando nuestra conversión…
“Dolor con Cristo, doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí”.
Andrea Greco de Álvarez

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