De Mattei: El Concilio Vaticano I y el Sínodo de 2014
La
fase histórica que se abre con el Sínodo de 2014 exige de parte de los
católicos no sólo la disponibilidad a la polémica y a la lucha, sino
también una actitud de prudente reflexión y estudio de los nuevos
problemas que están sobre la mesa. El primero de estos problemas es la
relación de los fieles con una autoridad que parece fallar en su deber.
En una entrevista a “Vida Nueva” del 30 de octubre, el Cardenal Burke afirmó que “hay una fuerte sensación de que la Iglesia está como una nave sin timón”. Es una imagen fuerte, pero perfectamente correspondiente al cuadro general.
El
camino que hay que seguir en esta situación tan confusa no es el de
sustituirse al Papa y a los obispos en la conducción de la Iglesia, cuyo
supremo timonel sigue siendo en todo caso Jesucristo. De hecho, la
Iglesia no es una asamblea democrática, sino una sociedad monárquica,
divinamente fundada sobre la institución del Papado, que representa su
piedra insustituible. El sueño progresista de republicanizar a la
Iglesia y transformarla en una condición de “sinodalidad” permanente
está abocado a estrellarse contra la constituciónPastor Aeternus del
Vaticano I que definió no sólo el dogma de la infalibilidad, sino sobre
todo el del pleno e inmediato poder del Papa sobre todos los obispos y
sobre toda la Iglesia.
En
los debates del Concilio Vaticano I, la minoría contraria a la
infalibilidad, evocando las tesis conciliaristas y galicanas, afirmaba
que la autoridad del Papa no reside en el solo Pontífice, sino en el
Papa en unión con los obispos. Un pequeño grupo de Padres conciliares
pidió a Pío IX afirmar en el texto dogmático que el Pontífice es
infalible por el testimonio de las Iglesias, “nixus testimonio Ecclesiarum”, pero el Papa quiso retocar en sentido opuesto el esquema, instando a que se añadiera a la fórmula “ideoque eiusmodi Romani Pontificis definitionis esse ex se irreformabilis” el inciso “non autem ex consensu Ecclesiae”,
para aclarar definitivamente que el asentimiento de la Iglesia no
constituía en absoluto condición de infalibilidad. El 18 de julio de
1870, ante una inmensa muchedumbre que abarrotaba la basílica, el texto
final de la constitución apostólica Pastor Aeternus fue aprobada
con 525 votos a favor y 2 en contra. Cincuenta y cinco miembros de la
oposición se abstuvieron. Inmediatamente después de la votación, Pío IX
promulgó solemnemente como regla de fe la constitución apostólica Pastor Aeternus.
La Pastor Aeternus establece
que el primado del Papa consiste en un verdadero y supremo poder de
jurisdicción, independiente de cualquier otro poder, por encima de todos
los Pastores y del entero rebaño de los fieles. Él posee este poder
supremo no por delegación de parte de todos los obispos o de toda la
Iglesia, sino en virtud de un derecho divino. El fundamento de la
soberanía pontificia no consiste en el carisma de la infalibilidad, sino
en el primado apostólico que el Papa posee sobre la Iglesia universal
en cuanto sucesor de Pedro y príncipe de los Apóstoles. El Papa no es
infalible cuando ejerce su poder de gobierno: en efecto, la leyes
disciplinarias de la Iglesia, diversamente de las divinas y naturales,
pueden cambiar. Sin embargo es de fe divina, y por tanto garantía del
crisma de la infalibilidad, la constitución monárquica de la Iglesia,
que confía al Pontífice romano la plenitud de la autoridad. Esta
jurisdicción, además del poder de gobierno, incluye también el del
Magisterio.
La constitución Pastor Aeternus establece
con claridad cuáles son las condiciones de la infalibilidad pontificia.
Tales condiciones fueron ampliamente explicadas por Mons. Vincenzo
Gasser, obispo de Bressanone y relator oficial de la diputación de la
fe, en su intervención del 11 de julio de 1870. En primer lugar,
puntualizó Mons. Gasser, el Papa no es infalible como persona privada,
sino como “persona pública”. Y por “persona pública” se debe entender que el Papa esté cumpliendo con sus obligaciones, hablando ex cathedracomo Doctor o Pastor universal. En segundo lugar, el Pontífice debe expresarse en materia de fe o de moral, “res fidei vel morum”.
Por último, debe querer pronunciar una sentencia definitiva sobre la
materia objeto de su intervención. La naturaleza del acto que compromete
la infalibilidad del Papa debe ser expresada con la palabra “definir”, que tiene como correlativo la fórmula ex cathedra.
La
infalibilidad del Papa no significa en modo alguno que él goce, en
materia de gobierno o de magisterio, de un poder ilimitado y arbitrario.
El dogma de la infalibilidad, mientras define un supremo privilegio, a
la vez fija sus límites precisos, admitiendo la posibilidad de la
infidelidad, del error, de la traición. Si no, no sería necesario rezar,
en las oraciones para el Sumo Pontífice: “ut non tradat eum in animam inimicorum eius”.
Si fuera imposible que el Papa pasara al bando enemigo, no haría falta
rezar para que tal cosa no ocurra. Sin embargo, la traición de Pedro es
el paradigma de una infidelidad posible, que, desde entonces, se cierne
sobre todos los Papas de la historia, hasta el fin del mundo. A pesar de
ser la máxima autoridad en la tierra, el Papa está suspendido entre las
cumbres de una fidelidad heroica a su mandato y el abismo, siempre
presente, de la apostasía. Éstos son los problemas que el Concilio
Vaticano I habría tenido que profundizar si no hubiese sido suspendido
el 20 de octubre de 1870, un mes después de la entrada del ejército
italiano en Roma. Son éstos los problemas que los católicos vinculados a
la Tradición hoy día deben estudiar y profundizar. Sin negar en modo
alguno la infalibilidad del Papa y su suprema autoridad de gobierno, ¿es
posible y en qué manera resistirle, si él falla en su misión, que es la
de garantizar la transmisión inalterada del depósito de la fe y de la
moral que Jesucristo entregó a su Iglesia?
Lamentablemente,
éste no fue el camino que el Concilio Vaticano II siguió, a pesar de
proponerse continuar y de algún modo integrar el Vaticano I. Las tesis
de la minoría contraria a la infalibilidad, derrotada por Pío IX,
volvieron a aflorar en el aula del Vaticano II, bajo la nueva forma del
principio de colegialidad. Según algunos teólogos, como el padre Yves
Congar, la minoría de 1870 obtuvo una clamorosa revancha después de casi
un siglo. Si el Vaticano I había concebido al Papa como la cúspide de
una societas perfecta, jerárquica y visible, el Vaticano II, y
especialmente las disposiciones postconciliares, redistribuyeron el
poder en sentido horizontal, atribuyéndolo a las conferencias
episcopales y a las estructuras sinodales. Hoy el poder de la Iglesia
parece haber sido transferido al “pueblo de Dios”, que incluye a las
diócesis, las comunidades de base, las parroquias, los movimientos y las
asociaciones de fieles. La infalibilidad y la suprema jurisdicción,
substraídas de la autoridad pontificia, son atribuidas a la base
católica, de la que los Pastores de la Iglesia deben limitarse a
interpretar y expresar sus exigencias.
El
Sínodo de los Obispos de octubre ha evidenciado los resultados
catastróficos de esta nueva eclesiología, que pretende fundarse sobre
una “voluntad general”, manifestada a través de sondeos y cuestionarios
de todo tipo. Pero ¿cuál es la voluntad del Papa, al que corresponde,
por mandato divino, la misión de custodiar la ley natural y divina? Lo
que es cierto es que en las épocas de crisis, como la que estamos
atravesando, todos los bautizados tienen el derecho de defender su fe,
incluso oponiéndose a los Pastores insolventes. Por lo que les toca, los
Pastores y los teólogos auténticamente ortodoxos tienen el deber de
estudiar la extensión y los límites de este derecho de resistencia.
Roberto de Mattei
Gracias Don Roberto de Mattei, resistiremos aunque nos difamen, nos despidan, nos agravien, aunque frente a nosotros guarden silencio como signo de reconocernos en la verdad. Aunque crean que después de la apostasía y la traición, se vuelve como por la misma vereda, a ellos les diremos... no te conozco.
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