El cardenal Walter Kasper (teólogo recomendado y aplaudido por
Francisco), ha comenzado una revolución cultural contra la indisolubilidad del
matrimonio, según la doctrina tradicional de la Iglesia. El católico
conservador Roberto de Mattei, escribe un artículo refutando varios de los
argumentos que el cardenal ha expuesto en el Consistorio extraordinario sobre
la familia celebrado en febrero.
Lo
que Dios ha unido. La revolución cultural del cardenal Kasper
“La
doctrina no cambia, la novedad concierne sólo la praxis pastoral”. El eslogan,
repetido desde hace un año, por un lado tranquiliza a aquellos conservadores
que miden todo en términos de enunciaciones doctrinales, y por el otro alienta
a los progresistas que atribuyen a la doctrina escaso valor y confían
totalmente en el primado de la praxis. Un clamoroso ejemplo de revolución cultural
propuesta en nombre de la praxis nos viene de la relación dedicada a “El
Evangelio de la familia” con la que el Cardenal Walter Kasper abrió el pasado
20 de febrero las sesiones del Consistorio extraordinario sobre la familia. El
texto, que el Padre Federico Lombardi define como “en gran sintonía” con el
pensamiento de Papa Francisco, se merece también por esto ser valorado en toda
su envergadura.
El
punto de partida del Cardenal Kasper es la contestación de que “entre la
doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la familia, y las
convicciones vividas por muchos cristianos se ha abierto un abismo”. Pero, el
Cardenal evita formular un juicio negativo sobre estas “convicciones”,
antitéticas a la fe cristiana, eludiendo la pregunta fundamental: ¿Por qué
existe este abismo entre la doctrina de la Iglesia y la filosofía de vida de
los cristianos contemporáneos? ¿Cuál es la naturaleza, cuáles son las causas
del proceso de disolución de la familia? En ninguna parte de su relación se
dice que la crisis de la familia es la consecuencia de un ataque programado a
la familia, fruto de una concepción del mundo laicista que se opone a ella. Y
este silencio a pesar del reciente documento sobre los “Estándares para la
educación sexual” de la “Organización Mundial de la Salud” (OMS), la aprobación
por parte del Parlamento Europeo del “informe Lunacek”, la legalización de los
matrimonios homosexuales y el delito de homofobia hecha por tantos gobiernos
occidentales. Además, no podemos no preguntarnos: ¿Es posible, en 2014, dedicar
25 páginas al tema de la familia, ignorando la objetiva agresión que la
familia, no sólo la cristiana sino la natural, padece en todo el mundo? ¿Cuáles
pueden ser las razones de este silencio, sino una subordinación psicológica y
cultural a esos poderes mundanos que promueven el ataque a la familia?
En
la parte fundamental de su relación, dedicada al problema de los divorciados
vueltos a casar, el Cardenal Kasper no expresa ni una palabra de condena sobre
el divorcio y sus desastrosas consecuencias en la sociedad occidental. Pero ¿no
ha llegado el momento de decir que gran parte de la crisis de la familia se
remonta precisamente a la introducción del divorcio, y que los hechos
demuestran cómo la Iglesia tenía razón en combatirlo? ¿Quién tendría que
decirlo, sino un Cardenal de la Santa Romana Iglesia? Sin embargo, el Cardenal
parece interesarse sólo en el “cambio de paradigma” que exige la situación de
los divorciados vueltos a casar.
Casi
para prevenir posibles objeciones, el Cardenal se anticipa afirmando: la
Iglesia “no puede proponer una solución diversa o contraria a las palabras de
Jesús”. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de
contraer un nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge “pertenece a la
tradición de la fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o
disuelta apelando a una comprensión superficial de una misericordia barata”.
Pero, inmediatamente después de haber proclamado la necesidad de mantenernos
fieles a la Tradición, el Cardenal Kasper avanza dos propuestas demoledoras
para escamotear el Magisterio perenne de la Iglesia en materia de familia y de
matrimonio.
Según
Kasper, el método que hay que adoptar es el mismo aplicado por el Concilio
Vaticano II en relación con la cuestión del ecumenismo o de la libertad
religiosa: cambiar la doctrina, sin evidenciar que se modifica. “El Concilio
–afirma–, sin violar la tradición dogmática vinculante, ha abierto las
puertas”. ¿Abierto las puertas a qué cosa? A la violación sistemática, en el plano
de la praxis, de aquella tradición dogmática de la que, en palabras, se afirma
la obligatoriedad.
La
primera vía para vaciar la Tradición arranca de la exhortación apostólica
“Familiaris consortio” de Juan Pablo II, allí donde se dice que algunos divorciados
vueltos a casar “están subjetivamente seguros en conciencia de que su
precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido”
(n. 84). Pero la “Familiaris consortio” puntualiza que la validez del
matrimonio nunca puede ser dejada a la valoración subjetiva de la persona, sino
a los tribunales eclesiásticos, instituidos por la Iglesia para defender el
sacramento del matrimonio. Precisamente refiriéndose a tales tribunales, el
Cardenal asesta el golpe definitivo: “Dado que ellos no son iure divino, sino
que se han desarrollado históricamente, nos preguntamos a veces si la vía
judicial tenga que ser la única vía para resolver el problema o si no serían
posibles otros procedimientos, más pastorales y espirituales. Como alternativa,
se podría pensar que el Obispo pueda encargar este cometido a un sacerdote con
experiencia espiritual y pastoral como penitenciario o vicario episcopal”.
La
propuesta es explosiva. Los tribunales eclesiásticos son los órganos a los que
normalmente es confiado el ejercicio de la potestad jurídica de la Iglesia. Los
tres principales tribunales son la Penitenciaria Apostólica, que juzga los
casos del foro interno, la Rota Romana, que recibe en apelación las sentencias
de cualquier otro tribunal eclesiástico y la Signatura Apostólica, que es el
supremo órgano jurisdiccional, algo parecido al Tribunal Superior de Justicia
en relaciones con los tribunales españoles. Benedicto XIV, con su célebre
constitución “Dei Miseratione”, introdujo en la legislación matrimonial el
principio de la dúplice decisión judicial conforme. Esta praxis tutela la
búsqueda de la verdad, garantiza un resultado procesal justo, y demuestra la
importancia que la Iglesia atribuye al sacramento del matrimonio y a su
indisolubilidad. La propuesta de Kasper pone en entredicho el juicio objetivo
del tribunal eclesiástico, que sería sustituido por un simple sacerdote,
llamado ya no a salvaguardar el bien del matrimonio, sino a satisfacer las
exigencias de la conciencia de los individuos.
Refiriéndose
al discurso del 24 de enero de 2014 a los oficiales del Tribunal de la Rota
Romana en el que el Papa Francisco afirma que la actividad judicial eclesial
tiene una connotación profundamente pastoral, Kasper absorbe la dimensión
judicial en la pastoral, aseverando la necesidad de una nueva “hermenéutica
jurídica y pastoral”, que vea detrás de toda causa a la “persona humana”. “¿De
verdad es posible –se pregunta– que se decida sobre el bien o el mal de las
personas en segunda o tercera instancia sólo sobre la base de actas, es decir
de papeles, pero sin conocer a la persona y su situación?”. Estas palabras son
ofensivas hacia los tribunales eclesiásticos y para la misma Iglesia, cuyos
actos de gobierno y de magisterio están fundamentados sobre papeles, declaraciones,
actas jurídicas y doctrinales, todo ello encaminado a la “salus animarum”. Se
puede fácilmente imaginar cómo las nulidades matrimoniales se extenderían,
introduciendo el divorcio católico de hecho, si no de derecho, con un daño
devastador precisamente en relación con el bien de las personas humanas.
El
Cardenal Kasper parece ser consciente de este peligro, pues añade: “Sería
equivocado buscar la solución del problema sólo a través de una generosa
dilatación del procedimiento de la nulidad matrimonial”. Es necesario “tomar en
consideración también la aún más difícil cuestión de la situación del
matrimonio confirmado y consumado entre bautizados, en el que la comunión de la
vida matrimonial se ha irremediablemente roto y uno o ambos de los cónyuges han
contraído un segundo matrimonio civil”. Llegado a este punto, Kasper cita una
declaración de la Doctrina de la Fe de 1994 según la cual los divorciados
vueltos a casar no pueden recibir la comunión sacramental, mientras que pueden
recibir la espiritual. Se trata de una declaración en línea con la Tradición de
la Iglesia. Pero el Cardenal da un brinco en adelante poniendo esta pregunta:
“Quien recibe la comunión espiritual es una sola cosa con Jesucristo; entonces
¿cómo puede estar en contradicción con el mandamiento de Cristo? ¿Por lo tanto,
por qué no puede recibir también la comunión sacramental? Si excluimos de los
sacramentos a los cristianos divorciados vueltos a casar (…) ¿no estamos quizá
poniendo en discusión la fundamental estructura sacramental de la Iglesia?”.
En
realidad no existe ninguna contradicción en la praxis por dos veces milenaria
de la Iglesia. Los divorciados vueltos a casar no están exonerados de sus
deberes religiosos. Como cristianos bautizados tienen siempre la obligación de
observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Por lo tanto, tienen no sólo
el derecho, sino el deber de asistir a Misa, de observar los preceptos de la
Iglesia y de educar cristianamente a sus hijos. No pueden recibir la comunión
sacramental porque se encuentran en pecado mortal, pero pueden hacer la
comunión espiritual, porque incluso quien se encuentra en condición de pecado
grave debe rezar, para obtener la gracia de salir del pecado. Pero la palabra
pecado no cabe en el vocabulario del Cardenal Kasper y nunca aflora en su
relación para el Consistorio. Entonces ¿cómo maravillarse si, como el mismo
Papa Francisco declaró el pasado 31 de enero, hoy “se ha perdido el sentido del
pecado”?
Según
el Cardenal Kasper, la Iglesia de los orígenes “nos da una indicación que puede
servir como salida” a lo que él define “el dilema”. El Cardenal afirma que en
los primeros siglos existía la praxis por la que algunos cristianos, a pesar de
que el primer cónyuge aún viviese, tras un tiempo de penitencia, vivían una
segunda relación. “Orígenes –afirma– habla de esta costumbre, definiéndola ‘no
irracional’. También Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno –¡dos padres de la
Iglesia aún unida!– se refieren a esta práctica. Agustín mismo, bastante más
severo sobre la cuestión, al menos en un punto parece no excluir toda solución
pastoral. Estos Padres querían, por razones pastorales, con el fin de evitar lo
peor, tolerar lo que de por sí es imposible aceptar”.
Es
una lástima que el Cardenal no aclare cuáles son sus referencias patrísticas,
porque la realidad histórica es bien distinta de como él la pinta. El Padre
George H. Joyce, en su estudio histórico-doctrinal sobre el “Matrimonio
cristiano” (1948) demostró que durante los primeros siglos de la era cristiana
no se puede encontrar ningún decreto de un Concilio ni ninguna declaración de
un Padre de la Iglesia que sostenga la posibilidad de disolución del vínculo
matrimonial. Cuando, en el siglo segundo, Justino, Atenágoras y Teófilo de
Antioquía aluden a la prohibición evangélica del divorcio, no dan alguna
indicación de excepciones. Clemente de Alejandría y Tertuliano son aún más
explícitos. Y Orígenes, aunque buscando alguna justificación a la praxis
adoptada por unos Obispos, puntualiza que esta praxis contradice la Escritura y
la Tradición de la Iglesia (Comment. In Matt., XIV, c. 23, en Patrología Greca,
vol. 13, col. 1245). Dos de los primeros Concilios de la Iglesia, el de Elvira
(306) y el de Arles (314), lo confirman claramente. En todas las partes del
mundo, la Iglesia considera imposible la disolución del vínculo y el divorcio
con derecho a segundas nupcias era del todo desconocido. Entre los Padres,
quien trató más ampliamente la cuestión de la indisolubilidad fue San Agustín,
en muchas de sus obras, desde el “De diversis Quaestionibus” (390) hasta el “De
Coniugijs adulterinis” (419). Él refuta a quien se quejaba de la severidad de
la Iglesia en materia matrimonial y siempre se mantuvo inamoviblemente firme
sobre la indisolubilidad del matrimonio, demostrando que ése, una vez
contraído, no se puede romper por cualquier razón o circunstancia. Es a San
Agustín a quién se debe la célebre distinción entre los tres bienes del
matrimonio: proles, fides y sacramentum.
Igualmente
falsa es la tesis de una dúplice posición, latina y oriental, frente al
divorcio, en los primeros siglos de la Iglesia. Solamente después de
Justiniano, la Iglesia de Oriente empezó a ceder al cesaropapismo, adecuándose
a las leyes bizantinas que toleraban el divorcio, mientras que la Iglesia de
Roma afirmaba la verdad y la independencia de su doctrina frente al poder
civil. Por lo que concierne a San Basilio, retamos al Cardenal Kasper a que lea
sus cartas y encuentre en ellas un pasaje que autorice explícitamente el
segundo matrimonio. Su pensamiento está resumido en lo que escribe en la
“Ethica”: “No es lícito a un hombre repudiar a su mujer y casarse con otra. Ni
está permitido que un hombre se case con una mujer que se haya divorciado de su
marido” (Ethica, Regula 73, c. 2, en Patrología Greca, vol. 31, col. 852). Lo
mismo puede decirse en relación con el otro autor citado por el Cardenal, San
Gregorio Nacianceno, el cual con claridad escribe: “el divorcio es
absolutamente contrario a nuestras leyes, aunque las leyes de los Romanos
juzguen diversamente” (Epístola 144, en Patrología Greca, vol. 37, col. 248).
La
“práctica penitencial canónica” que el Cardenal Kasper propone como salida del
“dilema”, tenía en los primeros siglos un significado exactamente opuesto al
que él parece querer atribuirle. Tal práctica no se cumplía para expiar el
primer matrimonio, sino para reparar el pecado del segundo, y obviamente exigía
el arrepentimiento de este pecado. El undécimo Concilio de Cartago (407), por
ejemplo, emanó un canon así concebido: “Decretamos que, según la disciplina
evangélica y apostólica, la ley no permite ni a un hombre divorciado de su
mujer ni a una mujer repudiada por su marido volverse a casar; sino que tales
personas deben quedarse solas, o que se reconcilien recíprocamente, y que si
violan esta ley, tienen que hacer penitencia” (Hefele-Leclercq, Histoire des
Conciles, vol. II (I), p. 158).
La
posición del Cardenal se hace aquí paradójica. En vez de arrepentirse de la
situación de pecado en el que se encuentra, el cristiano vuelto a casar debería
arrepentirse de su primer matrimonio, o al menos de su fracaso, del que a lo
mejor él es totalmente inocente. Además, una vez admitida la legitimidad de las
convivencias postmatrimoniales, no se entiende por qué no deberían permitirse
también las convivencias prematrimoniales, si son estables y sinceras. Caen los
“absolutos morales”, que la encíclica de Juan Pablo II “Veritatis Splendor”
había ratificado con tanta fuerza. Sin embargo, el Cardenal Kasper prosigue
tranquilo en su razonamiento.
“Si
un divorciado vuelto a casar: -1. Se arrepiente del fracaso del primer
matrimonio. -2. Si ha aclarado las obligaciones del primer matrimonio, si es
definitivamente excluido que vuelva atrás. -3. Si no puede abandonar sin otras
culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil. -4. Pero si se
esfuerza en vivir al máximo de sus posibilidades el segundo matrimonio a partir
de la fe y educar a sus hijos en la fe. -5. Si desea los sacramentos en cuanto
fuente de fuerza en su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un
tiempo de nueva orientación (metanoia) el sacramento de la penitencia y luego
el de la comunión?”.
A
estas preguntas ya contestó el Cardenal Müller, Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe (La forza della grazia, “L’Osservatore Romano”, 23 de
octubre de 2013) citando la “Familiaris consortio”, que en el n. 84 facilita
unas indicaciones muy precisas de carácter pastoral coherentes con la enseñanza
dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio: “En unión con el Sínodo exhorto
vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a
los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados
de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su
vida. Se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio
de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y
las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos
en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para
implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos,
los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y
en la esperanza. La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura,
reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados
que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su
estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre
Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”.
La
posición de la Iglesia es inequívoca. Se niega la comunión a los divorciados
vueltos a casar porque el matrimonio es indisoluble y ninguna de las razones
aducidas por el Cardenal Kasper permite la celebración de un nuevo matrimonio o
la bendición de una unión pseudo-matrimonial. La Iglesia no lo permitió a
Enrique VIII, perdiendo el Reino de Inglaterra, y no lo permitirá jamás porque,
como recordó Pío XII a los párrocos de Roma el 16 de marzo de 1946: “El matrimonio
entre bautizados válidamente contraído y consumado no puede ser disuelto por
ninguna potestad sobre la tierra, ni por la Suprema Autoridad eclesiástica”. Es
decir, tampoco por el Papa y mucho menos por el Cardenal Kasper.
Roberto de Mattei
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