La Mujer y la fe en la historia

Prof. Andrea Greco de Álvarez
Enseña San Agustín «Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor (…) La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su propia fuerza en los potentados: ésta le dice a su Dios: Yo te amo Señor; tú eres mi fortaleza» (De Civ. Dei, XIV, 28). 
Ambas ciudades, la celestial y la terrenal, se dan simultáneamente, en un mismo tiempo, porque siempre hay hombres que pertenecen a una y a otra. Pero también sucede que en  algunos tiempos prepondera una sobre la otra. Hay momentos, hechos y personas de la historia que se acercan a la ciudad celeste, que se glorían en Dios, que se fundan en la fe, que buscan la reyecía de Cristo (“Es necesario que Cristo reine”); mientras que otros momentos, hechos y personas de la historia se anclan en la ciudad terrena, se glorían en su propia fuerza, en su ideología, se fundamentan en el odio a la fe (“No queremos que este reine sobre nosotros”) y colaboran de este modo con el reinado del anticristo.
Esto que muy simplificadamente esbozamos aquí y que podemos constatar en la Historia Universal, también lo podemos observar en la Historia Patria y podemos elucidar el papel importantísimo que le cupo y le cabe a la mujer en esta batalla.
Asistimos hoy al proceso de destrucción de la familia, la sociedad y la cultura. Un tiempo que desafía a Dios y repite y grita en cada gesto y en cada acción: “No queremos que este reine sobre nosotros”. Todos sabemos hasta qué punto el ataque a la mujer, a su verdadero ser y condición es la causa de esta destrucción a la que asistimos. Toda tarea de restauración de la familia, la sociedad y la cultura deberá pasar por la recuperación del verdadero rol y dignidad de la mujer.
Así se desarrolló la Iglesia, así fue predicada la fe, así fue construida nuestra Patria. Fueron esas grandes mujeres que supieron criar hijos santos y fuertes quienes fueron pilares de la Iglesia y construyeron nuestra Patria.
A esas mujeres grandes del pasado de la vida de la Iglesia, a esas mujeres grandes de nuestra historia debemos conocer y tener como modelos arquetípicos de mujeres, de esposas y de madres. Mujeres que desde el lugar que ocupaban en la sociedad construyeron, con su esfuerzo, esta Patria que nosotros recibimos en herencia[1].
Hemos divido esta conferencia en tres partes: la primera, donde vamos a hacer un rápido recorrido desde el Medioevo hasta la época hispánica; la segunda desde la época hispánica hasta 1960; en la tercera, procuraremos observar con mayor atención estos últimos 50 años, porque consideramos que muchos de los sucesos que vivimos en la actualidad tienen su raíz en estos últimos años. 

La mujer en la Historia de la Iglesia

La Hna. María de la Sagesse en un artículo sobre la historiadora medievalista francesa Regine Pernoud comenta que la aparición del Evangelio fue un acontecimiento revolucionario y decisivo (al menos para la mujer…) porque vino a proclamar la igualdad esencial entre el hombre y la mujer en lo que se refiere a Cristo (“ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, Gál. III, 28) sin por ello olvidar las reales diferencias accidentales que marcan los diversos modos de obrar evitando así todo igualitarismo ideologizado.
La religión cristiana – escribe Sagesse – prendió como un abrojo en todo el imperio conocido, pero fue en especial entre las mujeres que tuvo una gran acogida (quizás por ello en los dos primeros siglos los nombres de sus mártires se vieron colmados de galardones otorgados al “sexo débil”). Fueron primeramente las mujeres las que se destacaron por la piedad y fortaleza respecto de la nueva religión y así, a los nombres de los emperadores utilizados por la población para llamar a sus hijos (“César, Antonio, Augusto), se les fueron agregando no sólo aquellos de los apóstoles, sino también los de las mártires y santas, algunas de las cuales la Iglesia ha perpetuado en el Canon de la Santa Misa (Ágatha, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia…) igualando en la palma a esclavas con patricias. Más aún, – señala la historiadora francesa Regine Pernoud – “esta abundancia de nombres femeninos que subsistieron para el gran público a la vez que desaparecían los de los efímeros emperadores de esos dos siglos, subrayan la importancia de dichas santas, la mayoría jóvenes, muertas por afirmar su Fe”. Y concluye: “entre el tiempo de los apóstoles y el de los Padres de la Iglesia, durante esos trescientos años de arraigo, de la vida subterránea resumida en la imagen de las catacumbas ¿de quién se trata en la Iglesia? De las mujeres. Es a las mujeres a quienes se celebra”. (p. 24).
El dinamismo y la capacidad de invención de estas “mujeres liberadas por el Evangelio”, que sin haber hecho ninguna “Licenciatura en Creatividad”, tenían el asombroso empuje de quien quiere hacer el mayor bien posible por amor a Dios, era sorprendente. Tenemos el ejemplo de Fabiola, dama de la aristocracia romana, se convirtió rápidamente en discípula de San Jerónimo. Impresionada por la cantidad de peregrinos que llegaban a la tumba de San Pedro en Roma, sin recursos y casi muertos de hambre, fundó una “Casa de los enfermos”, eufemismo de los futuros hospitales (instituciones netamente cristianas). Se trataba de una innovación fundamental; más tarde, y no contenta con su trabajo, crearía en el puerto de Ostia el primer “Centro de hospedaje” o “albergue del peregrino”.
Pero no sólo la actividad externa las ocupaba.
Otras mujeres piadosas se agruparon alrededor del patrono de la exégesis bíblica en el monasterio de Belén a fines del siglo IV: Paula, Eustaquia y sus compañeras, formaban un verdadero “Centro de estudios.
Pero no sólo al estudio y la oración se dedicaron las primeras cristianas; las mujeres tuvieron un papel decisivo durante los primeros siglos de la Iglesia en distintos ámbitos: varias reinas, algunas incluso santas, llevaron adelante la Iglesia permitiendo su expansión y hasta convirtiendo a sus mismos esposos para bien de los reinos. Tales los casos de Santa Clotilde, quien convenció al rey pagano Clodoveo para que eligiera la Fe Católica y no la herejía arriana, con lo que hizo de Francia la hija primogénita de la Iglesia y el baluarte de la civilización occidental. Lo mismo podría decirse de Santa Helena, y su acción en beneficio de toda la Cristiandad. Así podemos recordar los casos de Teodosia en España, Teodelinda en Lombardía, Berta en Inglaterra, la reina Blanca de Castilla.
A lo largo del libro La mujer en el tiempo de las catedrales, Pernoud considera a la mujer como: poeta, ama de casa, educadora, en la vida social, la actividad económica y en el mundo político. Habla también la historiadora de un nuevo tipo de mujer: la religiosa, y su influencia en la nueva evangelización. Entre las religiosas se destacan varias abadesas de la alta Edad Media, cuya influencia fue decisiva. Entre ellas, Hildegarda de Bingen  mística, pintora, música, profeta, literata, oradora y hasta médica homeópata.
Hoy nos parece sorprendente el escuchar que no pocos monasterios de la cristiandad de los siglos VI y VII eran monasterios mixtos. Había congregaciones gemelas, con rama masculina y femenina, en grandes abadías donde vivían hombres y mujeres en edificios independientes; era normalmente la iglesia la que separaba ambos claustros, siendo el templo el único sitio donde se reunían para la oración y los oficios litúrgicos.
Se trataba de una necesidad, como dice Pernoud: “por sorprendentes que pudieran parecer, es fácil explicar la existencia de semejantes fundaciones. Los monasterios se instalan por lo general en lugares apartados, adecuados para el recogimiento. En una época con medios de transporte sumamente escasos, a las monjas les resultaba indispensable la proximidad de los sacerdotes para la misa y los demás oficios litúrgicos” (p. 137). Por otra parte, en aquella época los monjes vivían del fruto de sus propias manos y eran necesarias mucha dedicación y fuerza para los trabajos más fuertes; así, los hombres se dedicaban al arado, el riego y la cosecha, siendo su presencia casi imprescindible, de este modo las religiosas podían dedicarse a quehaceres más propios de su condición femenina. Así, en una verdadera sociedad las monjas podían estar seguras y lejos de los peligros de los asaltos y abusos de los bárbaros aún no totalmente domesticados o evangelizados.
Es más, no pocas veces al ser “monasterios mixtos”, su dirección podía estar confiada a un abad, o a una abadesa. Tal el caso de la abadesa Petronila de Chemillé, quien en 1119 en el monasterio de Santa María de Fontevraud en Anjou, Francia recibe al papa Calixto II. Tenía sólo 26 años y regía la abadía mixta desde hacía más de cuatro años[2].
Esas mujeres fuertes, fueron no pocas veces verdaderas columnas de la Iglesia. Y sólo a título de ejemplo podemos leer algunos textos con que reconvenían a los reyes, sacerdotes, Obispos, Cardenales y hasta a los Papas con el fin de sanear a la Iglesia.
Tremendamente fuertes son las palabras de Hildegarda de Bingen cuando escribe: “Vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto cuajado de piedras preciosas (…). Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: ‘Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están ensuciados (…). Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad’. Y escuché una voz del cielo que decía: ‘Esta imagen representa a la Iglesia.  Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas los lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de guiar e instruir al pueblo de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”[3].
El Papa Benedicto XVI comentando este texto, en el año 2010, en medio del drama de las denuncias por abuso sexual y pederastia, ha dicho: “En la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de polvo, y así es como lo hemos visto. Su vestido está rasgado por culpa de los sacerdotes. Tal como ella lo ha visto y expresado, así lo hemos visto este año (el discurso es pronunciado por el Papa en 2010 en medio de los escándalos por abusos sexuales de sacerdotes). Hemos de acoger esta humillación como una exhortación a la verdad y una llamada a la renovación. Solamente la verdad salva. Hemos de preguntarnos qué podemos hacer para reparar lo más posible la injusticia cometida. Hemos de preguntarnos qué había de equivocado en nuestro anuncio, en todo nuestro modo de configurar el ser cristiano, de forma que algo así pudiera suceder. Hemos de hallar una nueva determinación en la fe y en el bien. Hemos de ser capaces de penitencia. Debemos esforzarnos en hacer todo lo posible en la preparación para el sacerdocio, para que algo semejante no vuelva a suceder jamás. También éste es el lugar para dar las gracias de corazón a todos los que se esfuerzan por ayudar a las víctimas y devolverles la confianza en la Iglesia, la capacidad de creer en su mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este pecado, siembre he encontrado también personas que, con gran dedicación, están al lado del que sufre y ha sufrido daño. Ésta es la ocasión para dar las gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten con humildad y fidelidad la bondad del Señor y, en medio de la devastación, son testigos de la belleza permanente del sacerdocio”[4].
Durísimas también son las palabras dirige la Santa y Doctora de la Iglesia al Papa Anastasio “No erradicas el mal que desea sofocar al bien sino que permites que el mal se eleve soberbio, y lo haces porque temes (…). Tú, oh hombre que te sientas en la cátedra suprema, despre­cias a Dios cuando abrazas el mal; al que en verdad no rechazas sino que te besas con él cuando lo mantienes bajo silencio –y lo soportas– en los hombres malvados”[5].
En términos similares se dirige Santa Catalina de Siena al Papa Urbano VI «Querido Padre, apasionaos por esta verdad, para que seáis una columna fuerte en el cuerpo místico de la santa Iglesia, donde hay que propagar la verdad; porque la verdad está en ella, y porque ella está en ella, ella quiere que sea administrada por personas que le sean apasionadas y esclarecidas, y no por ignorantes que están separados de la verdad»[6]. «Sedme todo viril, con un temor santo de Dios»[7].
Al Papa Gregorio XI, hombre débil e irresoluto, le escribe: «Sedme hombre viril y no temeroso». Y en carta posterior: «Largo tiempo deseé veros hombre viril y sin temor alguno, aprendiendo del dulce y enamorado Verbo que virilmente corre a la oprobiosa muerte de la santísima cruz, para cumplir la voluntad del Padre y nuestra salvación». Al cardenal Pedro de Ostia, legado pontificio, le confiesa: «Deseaba veros hombre viril y sin temor»[8].
A su confesor Fray Raimundo lo reprende duramente: «No sois aún digno de combatir en el campo de batalla; os habéis quedado atrás como un niño; habéis huido voluntariamente del peligro, y os habéis regocijado por ello. Oh mal padrecito (cattivello padre mio), ¡qué dicha para vuestra alma y para la mía si con vuestra sangre hubiérais cimentado una piedra de la santa Iglesia!... Perdamos nuestros dientes de leche y tengamos en su lugar los dientes sólidos del odio y del amor. Vistámonos la coraza de la caridad y el escudo de la santa fe, y corramos como hombres al campo de batalla; mantengámonos firmes con una cruz delante y otra detrás, para que nos sea imposible huir...
«Sumergíos en la sangre de Cristo crucificado, bañaos en esa sangre, hartaos de esa sangre, embriagaos con esa sangre, vestíos de esa sangre, llorad sobre vosotros mismos en esa sangre, alegraos en esa sangre, creced y fortificaos en esa sangre, curaos de vuestra debilidad y ceguera con la sangre del Cordero sin mancilla... No digo más».
«Otra vez, le reprochó con impaciencia: «Cuando se trata de prometer obras y sufrimientos por la gloria de Dios, os mostráis un hombre; no me resultéis luego hembra cuando llega el momento de realizarlo».
«Cuidad de que no os vea tímido, y de que vuestra sombra no os dé miedo. Sed, en cambio, viril combatiente»[9].
Para terminar esta primera parte, y sólo por citar un caso en el siglo XX del papel de la mujer ante el ataque a la fe cristiana, podemos hacer referencia a la Cristiada en México. Allí hombres, mujeres y niños lucharon en una guerra sin cuartel que duró tres largos años. Nadie entendía cómo subsistían siendo quintuplicados en el número y sin armamento ni preparación militar. Es que todo el mundo ayudaba; los pueblos recibían a los alzados en armas como a libertadores; los niños hacían de mensajeros entre división y división, y las mujeres, las heroicas mujeres mexicanas, congregadas principalmente en las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco, fueron un sostén fundamental de la defensa armada. Esas mujeres valerosas no sólo llevaban en sus ropas municiones, granadas y pólvora para poderlas transportar a los cristeros bravos, sino que hasta hubo quienes parecían una Judit resucitada, como aquella jovencita que, al ver el Santuario de la Virgen de Guadalupe invadido por los soldados federales “se acercó al oficial y le hundió un puñal en la espalda; luego, ante el temor de los soldados, tomó la espada y la pistola de su víctima y se la entregó a los hombres que allí estaban diciendo: ‘Tengan esto para que se defiendan[10].

 

La mujer en el mundo hispánico y en la historia argentina (1500-1960)


Cuando estaba finalizando el siglo XV España estaba inmersa en una crisis enorme. Aunque para hablar con propiedad histórica lo primero que debemos decir es que España no existía. Era apenas un conjunto de reinos que disputaban entre sí y donde proliferaba la inseguridad, el desorden, el caos político, moral, religioso.
En ese marco surge en Castilla una persona providencial que fue Isabel La Católica. Cuando todo parecía perdido en Castilla, uno de los pequeños reinos en que estaba dividida España, por los malos reyes y la corrupción generalizada, quiso Dios que llegara al trono una joven princesa, hija de un rey débil y hermana de un rey inútil e inmoral.
Isabel fue una gran mujer, esposa y madre. En la adolescencia teniendo que vivir en el castillo de su hermano, donde se daban cualquier clase de fiestas inmorales, se refugió en los libros, así pudo completar la educación que su madre le diera en sus primeros años. También en esos años eligió a una de sus amigas Beatriz de Bobadilla, cuya amistad y consejo le acompañaría toda su vida. Isabel no sólo fue una gran mujer, esposa y madre sino también una reina ejemplar. Fernando fue un gran rey, Isabel fue eminente.
España unida y fuerte es dada a luz por esta gran reina. Todo renace bajo la influencia de los Reyes Católicos: letras, artes, comercio, leyes, virtudes, religiosidad y gobierno. Por eso podría decirse que son ellos quienes siembran la semilla que dará su fruto en el Siglo de Oro español.
Creo que nadie puede dudar además del papel decisivo de Isabel en el descubrimiento y la conquista como así también en señalar los objetivos misionales de la conquista de América.
Obra en la cual mujeres como Teresa de Ávila, Santa Teresa de Jesús, monja carmelita, entre las cuatro paredes de su monasterio de religiosa contemplativa, acompañó con sus plegarias la obra de los misioneros y conquistadores que fueron explorando y poblando América, que trajeron la fe y la filosofía, la cultura de Occidente y el derecho. ¿Y por qué Teresa de Ávila podía interesarse por nuestra suerte? Porque su hermano y gran amigo Rodrigo, con el que alguna vez de niños se habían escapado de casa para ir a morir mártires, era uno de los hombres españoles que participaba de la empresa de evangelización y poblamiento de América aquí en el Río de la Plata[11].
Conquista en la que mujeres como doña Mencía Calderón y Sanabria, “mujer de temple”, fue nombrada adelantada, y partió desde Sevilla hacia América en 1550[12]. Sólo el viaje fue una de las más dramáticas aventuras de la época (¡con naufragio y todo!). Esa mujer que demostró el carácter y linaje de aquellas mujeres valientes y denodadas del siglo XVI que no se asustaban por tener que cruzar el Océano en frágiles naves, dejando atrás el solar y la vida tranquila de España para llegar a un mundo de privaciones y penalidades. Esas mujeres cultas que educaron a sus hijos en el Nuevo Mundo: domesticaron la cultura. Porque no se fundaron con analfabetos Santa Fe, Buenos Aires, Corrientes o Mendoza. Esos hombres no tuvieron otra escuela que el hogar y la madre. Mujeres como doña Mencía fundaron el linaje de donde provienen hombres como Hernando de Trejo y Sanabria, nieto de doña Mencía, el gran Obispo de Tucumán, fundador de la Universidad de Córdoba y del Colegio Real, defensor de los indios. Otro de sus nietos fue Hernandarias de Saavedra, el primer Gobernador criollo de estas tierras “uno de los mayores caballeros del Nuevo Mundo. Esclarecido en las artes de la paz y de la guerra, soldado valeroso, que entendió personalmente en el desagravio de los indios”. Así lo describe uno de los cronistas de la época, el P. José Guevara y agrega: “pocas veces se ha visto bastón más dignamente empuñado o en beneficio y desagravio de los pobres, o en los progresos y aumentos de la fe”[13]. Ese era el linaje que fundaban aquellas verdaderas mujeres fuertes y rectas.
Mujeres como Santa Rosa de Lima, la Santa Patrona de América. Hay una página de sus escritos que conviene conocer y meditar cuando a uno le asalta el cansancio. Escribe Santa Rosa a su médico Castillo:
“El Salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad: «¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se engañe: ésta es la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no hay camino por donde se pueda subir al cielo!» . Oídas estas palabras, me sobrevino un ímpetu poderoso de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cualquier edad, sexo, estado y condición que fuesen: «Oíd, pueblo; oíd, todo género de gentes: de parte de Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones; hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conseguir la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del alma.» Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente a predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con más agilidad, se había de ir por el mundo, dando voces: «¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro inestimable de la gracia. Esta es la mercancía y logro último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte, si conociera las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los hombres.»[14]

Mujeres que no miraban en incomodidades ni sacrificios cuando había que extender la fe o defender a la Patria. Como la cacica María Josefa Roco, que en mis tierras sanrafaelinas, organizó a los demás caciques para viajar hasta Buenos Aires a pedirle al Virrey Sobremonte la fundación de un fuerte y un sacerdote que viniera a evangelizar a los indios.
Mujeres como Manuela la Tucumana que en las jornadas de la Reconquista de Buenos Aires del poder de los ingleses en la 1er invasión inglesa de 1806, compartió con su marido la brega del combate y mató con sus propias manos a un soldado inglés luego de arrebatarle el fusil[15].
Mujeres como Doña Ángela Zeballos quien en las listas de donativos ante las invasiones inglesas, no teniendo qué entregarle a la patria, anotó con orgullo “un hijo para soldado”[16].
Este proceso de una política al servicio de la Fe, tendría continuidad en la época posterior a la autonomía de 1810 y la independencia de 1816. El Reino de Indias era un Estado confesional y América se definió por su Religión católica. España vivió una Edad Media tardía, y cuando España se hizo liberal, América continuó con el espíritu medieval.
Como ha expuesto Enrique Díaz Araujo, en 1810 se produce la autonomía en toda América, y con ella una Crisis de Autoridad, una situación de «orfandad» en los pueblos hispanoamericanos ante la pérdida de la figura del «rey padre», que había sido un principio fundamental de cohesión social, por eso se produce la búsqueda por parte de los próceres patriotas de un sustitutivo. Esa búsqueda desembocaría en dar un mayor realce a la unidad religiosa que estos pueblos encontraban en el catolicismo, concretamente y sobre todo a través de la figura de la gran mujer, la Virgen María, venerada bajo tantas advocaciones regionales. Los tres libertadores de América (Iturbide en México, Bolívar en el Norte de Sudamérica, y San Martín en el Sur de Sudamérica) tuvieron unidad en el criterio religioso.
Los tres estaban de acuerdo en reforzar a la Madre Iglesia, ya que no había un Padre-Rey. Iturbide lo hizo de la mano de la Virgen de Guadalupe, Bolívar con la Virgen de Belén y la Virgen del Cisne, y San Martín con las advocaciones de la Virgen de La Merced, del Carmen y de Luján. Los Libertadores fracasaron en su proyecto político de una gran Nación Americana, sin embargo, lograron la solución religiosa que se proponían. Iturbide decía que “la Virgen de Guadalupe no ha venido a fracasar a América”. Así quedó el legado de la afirmación de la Tradición Católica de la Iglesia. Por eso la independencia fue «católica y mariana».
Con esa impronta se luchó la guerra de la independencia, con esa impronta se construyó la Patria. Con mujeres como aquellas tucumanas a quienes Belgrano se dirigió antes de la batalla en 1812, diciéndoles: “pidan al cielo milagros, que de milagros vamos a necesitar para triunfar”. Y cuenta el testigo Lorenzo Lugones, que oraban las mujeres mientras sus padres, sus maridos y sus hijos empuñaban las armas con un despliegue de fuerza sobrehumana[17]. ¡Y parece que rezaron eficazmente ya que la Virgen de las Mercedes se cansó aquel día de prodigar milagros al ejército del Gral. Belgrano en aquella gloriosa batalla!.
Con mujeres como María Remedios del Valle, la Capitana, la Madre de la Patria como la llamaban los soldados del Ejército del Norte. Cuenta Anchorena, que no hubo acción en la que la Capitana no participara como el soldado más valiente. Era el paño de lágrimas de todos a quienes consolaba sin el menor interés, cuidaba con extraordinaria caridad de los heridos y mutilados, todo lo cual lleva al testigo a sostener: “una mujer tan singular como ésta entre nosotros debe ser objeto de la admiración de cada ciudadano”[18].
Con mujeres como Remedios de San Martín, la “esposa y amiga” del Gral. San Martín según reza el epitafio[19]. Aquella mujer que con sus jóvenes 15 años impresionó tan vivamente a Don José de San Martín cuando la conoció que dicen que comentó: “esta mujer me ha mirado para toda la vida”[20]. Esa mujer que acompañó a su esposo en la gestación del Ejército que nos diera la independencia y bordó con sus manos la bandera del Ejército para poder ser presentada como regalo de reyes a sus soldados. Con las otras “patricias mendocinas” trabajaron hasta último momento y así a las 2 de la madrugada lograron terminarla y “arrodilladas ante el crucifijo dieron gracias a Dios por haber terminado la obra y le pidieron que bendijera la enseña para que los acompañara en la victoria”[21].
Con mujeres que acompañaron a los caudillos como la Macacha Güemes asistiendo de mil modos posibles a su hermano Martín Miguel dejado en Salta por el General San Martín como “antemural de la patria” en el norte. Como la Delfina, compañera inseparable de Pancho Ramírez, “el caudillo enamorado”, que perdió la vida en una atropellada por salvar la de ella. Como la Tigra, aquella mujer que en ancas de su zaino salvó de la muerte al viejo caudillo Felipe Varela en aquella batalla de lírica fama, en el Pozo de Vargas.
Con mujeres como las Hermanas de María Auxiliadora que a fines del siglo XIX fundaron las misiones entre los indios de la Patagonia para llevarles la fe y las primeras letras, a veces en las situaciones más inhóspitas y peligrosas… Como aquella lucha cuerpo a cuerpo que tuvo que enfrentar la Hermana Manuela González con un lobo marino para defender a sus niñas[22].
Después vinieron los hombres de Alvear y Rivadavia a intentar cambiar la esencia católica y mariana de nuestra Patria, pero Rivadavia cayó estrepitosamente y a su caída siguió la restauración del espíritu tradicional en manos del Restaurador de la Leyes don Juan Manuel de Rosas. Fue la Sala de Representantes de Bs. As. la que, al otorgarle la suma del Poder Público, lo hace con la expresa limitación: “Que deberá conservar, defender y proteger la Religión Católica, Apostólica Romana” [23]. Antonio Caponnetto ha estudiado recientemente el gobierno de don Juan Manuel concluyendo en definirlo como Príncipe Católico. Numerosos son los ejemplos documentales de la custodia pública de la Fe Católica hecha por Rosas. Como cuando dice que se deben cuidar los templos y sus ministros porque “es preciso que no olvidemos que antes de ser federales éramos cristianos” (3-II-1831)[24],  o cuando escribe “Nuestra religión es la Católica, Apostólica y Romana; y si no queremos ser desgraciados, es necesario que los funcionarios se esfuercen para que sean respetados y cumplidos sus preceptos, en conformidad con lo que acuerdan los Evangelios” (21-IV-1830). Este gran argentino que lleva a Caponnetto a la conclusión de que “el Caudillo concibió a la patria como un eco posible de la Civilización Cristiana”[25] tuvo como principal aliada de su política y de su visión del Bien Común a su esposa Encarnación Ezcurra. Fue ella la que, luego del primer gobierno de Rosas y durante la expedición de Don Juan Manuel en la llamada primera Campaña al Desierto, organizó la Revolución de los Restauradores que trajo nuevamente al Gobierno a su esposo quien por casi 20 años gobernaría Buenos Aires, se encargaría de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina y conformaría un verdadero Sistema Político que mantendría la unidad nacional y sentaría las bases para su organización definitiva. Cuando la muerte le privó a Rosas del apoyo incondicional de Encarnación, Dios quiso que fuera su hija Manuelita quien ocupara ese sitio. Con esas ayudas Rosas pudo procurar como lo hizo la restauración del Orden Cristiano en nuestra Patria Argentina.
Por eso, bien observaba Sarmiento  “En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente, que (…) está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que (…) intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos”[26].
Por eso el historiador Fermín Chávez afirma “pues en verdad son teológicas y no meramente político-económicas las diferencias que separan al federalismo del unitarismo liberal”[27]. Es la batalla entablada entre las dos ciudades agustinianas que persiste a través de toda nuestra historia.
Con la caída de Rosas llegó la Constitución Nacional. Las discusiones que la precedieron dan cuenta de estas cosmovisiones contrapuestas. Y aquí también el papel de la mujer es clave. Alberdi uno de los mentores de la Argentina Liberal consideraba que la forma de cambiar nuestra población a la cual despreciaban por su herencia hispano-católica, era suprimir los “impedimentos morales” (o sea la moral cristiana) y mezclar a nuestras bellas mujeres herederas de la belleza andaluza con la raza pujante de los anglo-sajones. Para suprimir esos “impedimentos morales” era indispensable promover una legislación laica.
Así fue que la década del ’80, de 1880, denominada por Cayetano Bruno “La década laicista” fue el terreno propicio para la pugna entre estas dos cosmovisiones contrapuestas.
De un lado estaba la clase dirigente que, respondiendo a un pensamiento laicista anticlerical y a un plan trazado por la masonería, irá procurando la transformación del país por medio de las llamadas Leyes Laicas: Ley de Educación Común, Ley de Registro Civil, Ley de Matrimonio Civil, Proyecto de Ley de Divorcio, Ley Lainez.
Del otro lado, ante este plan laicista como dijera José Manuel Estrada “Unos pocos cristianos nos dijimos: es hora ‘de vender la túnica y comprar la espada’. ¡La profesión de fe nos obliga en cualquier sitio y en cualquier tiempo a luchar varonilmente para restaurar todas las cosas en Cristo!”[28].  Estos hombres no fueron cómplices de la mentira o del error, supieron llamar a las cosas por su nombre, hablando claramente con el “sí, sí; no, no” que el mismo Jesucristo enseñara. Así decía Estrada: “Venimos a alarmar conciencias, a despertar dormidos, a reanimar pusilánimes, a enardecer espíritus, a vincular corazones: a disciplinar para las batallas del Señor. Generaciones enteras han escondido la antorcha debajo del celemín. Mientras los creyentes han dormido, el liberalismo ha velado. Hoy como ayer nos circunda y nos ofrece en signo de paz el beso de Getsemaní. ¡Señores, ha llegado la hora de vigilar!”. Con claridad meridiana comprendían el trasfondo de las medidas laicistas y por eso proclamaban: “A la ley inicua que condena a las masas populares a ser educadas sin el conocimiento de Dios y sin la comunicación doctrinal de la Fe cristiana, se ha añadido la ley de matrimonio civil. En odio a Cristo, los enemigos visibles e invisibles que nos circundan: el Padre de la Mentira y su ministro exterior que es la masonería, quiere extirpar, junto con la familia, el principio ordenador de la sociedad”. Este ataque contra la familia era un ataque directo contra la mujer, el corazón de cada familia. ¡Cuánta actualidad tiene el pensamiento de Estrada! ¡Cuántos ataques ha sufrido y sufre aún la mujer y la familia, con su consiguiente secuela de violencia, adicciones, muerte y desenfreno!
Fueron conscientes de que lo que estaba en juego era la vida misma de la Patria y por eso Estrada proclamaba: “No incito a los católicos a defender a la Iglesia: los incito a defender la Patria, a defender el alma de sus hijos… La situación es de guerra, nuestro deber es la lucha”[29].
Pasaron los años, hubo épocas en que el liberalismo puso freno a sus ataques y otros en que esos ataques se volvieron violentos como en la tristemente célebre noche de la quema de las Iglesias. Escribe Manuel Gálvez: “No había conocido Buenos Aires, en sus cuatro siglos de existencia, una tragedia semejante. Doce templos, los más antiguos de la ciudad, situados en los barrios principales fueron saqueados e incendiados por grupos partidarios del Gobierno”[30]. Es este autor el que en una Novela histórica titulada Tránsito Guzmán nos relata detalles de este terrible hecho. Quiero detenerme en uno del cual el propio autor dice en el prólogo “Conviene saber que el hecho principal del libro, relatado en uno de los capítulos finales, ha ocurrido tal como lo cuento. Pero la joven empleada, protagonista del suceso real, no es, naturalmente, mi personaje ni se le parece en nada. Ella misma, la valerosa y modesta terciaria franciscana ¾una heroína, o poco menos, del amor a Cristo¾,  me refirió el hecho en que fue actora”.[31]
Relata Gálvez cuando Tránsito decide, ante los sucesos que están ocurriendo esa noche, dirigirse a su querido templo de San Francisco. No se atrevía a entrar pensando en lo que encontraría al hacerlo. Hasta que “reuniendo fuerzas y pidiendo a Dios ayuda se decidió a entrar, e iba a hacerlo en el instante que un grupo salía llevando copones, crucifijos pequeños, casullas…”[32]
Al entrar vio primero el montón de bancos que ardían.
Cinco o seis metros de ancho y tres o más de altura. También ardían varios altares laterales. Algunos forajidos rompían o degollaban imágenes de santos, pero respetaban ¾¡cosa extraña!¾ las de la Virgen. Las humaredas de los incendios apenas dejaban ver el altar mayor. Tránsito, antes de avanzar, se fue a un rincón y allí cayó de rodillas. Lloró un rato. Por suerte no pasaban los incendiarios. Al levantarse, los vio frente al altar mayor, que iba quemándose. Por la puerta de Defensa. Algunos ladrones se llevaban cosas de valor[33].
En medio de la impotencia al ver tanta destrucción y saqueo ocurre el episodio central de la novela
Tránsito vio cómo algunos sacaban del pedestal, con su cruz de tres metros al Cristo que ella tanto amaba. Debía pesar mucho porque los sacrílegos llamaban a otros en su ayuda. ¡Se lo llevaban a la calle, para hacerle quién sabe qué fechorías! (…) Resuelta a dar su vida para salvarla, salió a la calle. No por la puerta de Defensa, que utilizaban los delincuentes, sino exponiéndose a que el fuego la alcanzara, por la puerta principal. (…) Entonces, Tránsito vio, enfrente, en la acera, el gran Crucifijo.
Estaba debajo de la luminaria. Lo habían tenido recostado a la pared y ahora intentaban moverle. Tránsito, desesperada, oyó estas frases que los últimos malhechores de la columna en marcha dirigían a la imagen del Señor:
¾Si sos Dios, Bajá de la Cruz y hacé que acabe todo esto.
¾Y que nos quedemos muertos… ¡si es que podés!
A Tránsito le corrían las lágrimas por las mejillas. Una mujer le preguntó, agresivamente:
¾¿Por qué llora? ¿Es de miedo?
Sin moverse, sin mirar a la mujer, con los ojos en el Crucifijo, Tránsito le contestó:
¾Lloro al oír tantas blasfemias, al ver las infamias que cometen contra Cristo, que murió por nosotros para salvarnos. (…)
Tránsito permaneció en éxtasis ante el Cristo. Le vio las manos rotas, y una especie de corriente eléctrica la estremeció. El Crucifijo estaba rodeado por ocho o diez criminales. ¿Pretendían quemarlo? ¿O llevarlo en su procesión grotesca? A Tránsito le obsesionaban las manos rotas del Cristo. (…) Súbitamente, adoptó una resolución heroica. ¿La matarían? No le importaba. Ella quería salvar al Cristo que tanto amaba.
¾¿Por qué hacen eso? ¾gritó con todas sus fuerzas¾. ¿Qué les ha hecho Jesucristo? ¿Por qué lo persiguen?
Y sin mirar a los que la rodeaban, con los ojos puestos en el Crucifijo, atropelló violentamente por entre los que de él la separaban y lo estrechó con todas sus fuerzas, sollozando y besándolo. Y así se estuvo, sin que nadie se atreviese a apartarla[34].
Así esta mujer valiente salvó la imagen de ese Cristo que hoy la Divina Providencia ha querido que presida el templo parroquial de Jesús de la Divina Misericordia en la ciudad de San Rafael.


Los últimos 50 años (1960-2010)

Así llegamos a la última parte, estos últimos 50 años. ¿Cuál es el espectáculo que nos presenta esta última etapa?
Se podrían distinguir dos momentos diferenciados: de 1960 al 80 y de 1980 hasta hoy. En el primer momento, asistimos al desembarco masivo de la izquierda marxista en el país. Asistimos al ataque directo y agresivo contra los principios en que se sustenta la fe cristiana por parte del marxismo y un ataque indirecto, como el que ya venía ocurriendo, por parte del liberalismo. En el segundo momento, de 1980 en adelante, presenciamos un ataque diferente, del marxismo de tipo gramsciano que hace del dominio marxista de la cultura su eje. La Iglesia y la Fe cristiana van a ser reducidas paulatinamente perdiendo así su espacio público. Este odio feroz se manifiesta a través del control por medio de la revolución cultural de los medios de comunicación, de la cultura, de la educación.  En esta revolución cultural jugará un papel destacadísimo la revolución feminista.
Una cuestión clave para entender estos últimos 50 años es el resultado de la 2da Guerra Mundial y el mundo que surge como consecuencia de ella. El surgimiento de un Nuevo Orden Mundial polarizado entre el Liberalismo y el Comunismo. En Occidente el papel hegemónico del poder liberal como así también las ilusiones, a partir de los ’60 (con su culminación en el Mayo Francés) de la construcción de un socialismo humanizado, va a tener sus efectos políticos, sociales, culturales e inclusive va a marcar fuertemente la propia Historia de la Iglesia. Tanto en el campo liberal como en el socialista prendieron las ideas de la “liberación” femenina. ¿Liberación de qué? Del rol principalísimo de la mujer como esposa y madre. Liberación de la maternidad, liberación de la ternura, liberación de su lugar y su papel exclusivo, que nadie podría reemplazar.
Unos pocos años antes, en el marco de la Guerra Civil española, el fundador de la falange José Antonio Primo de Rivera había puesto de manera brillante las cosas en su justo sitio cuando explicaba que en la Falange no tenían lugar ni la galantería ni el feminismo:
“La galantería no era otra cosa que una estafa para la mujer. Se la sobornaba con unos cuantos piropos, para arrinconarla en una privación de todas las consideraciones serias. Se la distraía con un jarabe de palabras, se la cultivaba una supuesta estúpida, para relegarla a un papel frívolo y decorativo. Nosotros sabemos hasta dónde cala la misión entrañable de la mujer, y nos guardaremos muy bien de tratarla nunca como tonta destinataria de piropos.
Tampoco somos feministas. No entendemos que la manera de respetar a la mujer consista en sustraerla a su magnífico destino y entregarla a funciones varoniles. A mí siempre me ha dado tristeza ver a la mujer en ejercicios de hombre, toda afanada y desquiciada en una rivalidad donde lleva -entre la morbosa complacencia de los competidores masculinos- todas las de perder. El verdadero feminismo no debiera consistir en querer para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor dignidad humana y social a las funciones femeninas”[35]
Incluso dentro de la Iglesia penetró esta distorsión. Las ideas católicas modernistas, mezcladas con el Mayo francés y revolución sexual (con la expansión en los ’60 de la píldora anticonceptiva –este es un tema que merecería ser estudiado en detalle, tengo para mí que es un asunto clave en la crisis actual), hizo que el virus que venía incubándose desde las épocas de San Pío X, explotara en las “mismas venas de la Iglesia”, al decir del P. Sáenz y produjera la “autodemolición” de la Iglesia como escribe Alberto Caturelli, citando la expresión del Papa Pablo VI[36]. Esto fue denunciado entre nosotros por Carlos Alberto Sacheri en su obra “La Iglesia clandestina”. En esta obra Sacheri denunciaba a esa Iglesia Clandestina y especificaba claramente “La finalidad no es otra que la de adaptar la Iglesia al mundo, lisa y llanamente, en vez de intentar convertir y salvar al mundo”. En esa adaptación al mundo entraba el feminismo, entraba la mentalidad anticoncepcionista, entraba el ascenso desquiciado de la mujer dentro de las mismas estructuras eclesiales.  
Un eco de esa herencia es lo que hemos leído, el 24/09/13, que una afamada teóloga italiana Lucetta Scaraffia, editorialista de L’Osservatore romano  y de Il Messaggero, publicó un artículo en el cual pide al papa Francisco la creación de una denominación que les permita a las mujeres acceder a una especie de cardenalato. Para la autora “sería el camino maestro para conferir autoridad y respeto a las mujeres dentro de la Iglesia”[37]. ¡Qué distinto este pensamiento a la explicación del Papa Benedicto cuando en 2006 fue interrogado sobre el tema! El Papa dijo: “Las mujeres hacen mucho por el gobierno de la Iglesia, comenzando por la religiosas, por las hermanas de los grandes Padres de la Iglesia, como san Ambrosio, hasta las grandes mujeres de la Edad Media: santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila; y recientemente madre Teresa. (…) como sabemos, el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás Sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside”[38].
Llegamos al segundo momento de los últimos 50 años, o sea desde 1980 en adelante. En nuestra Patria nos encontramos con mujeres como Delicia de Giachino quien durante la tercera invasión inglesa, ya en pleno siglo XX, en nuestra Guerra de Malvinas también ofreció a la patria un hijo para soldado. La patria le devolvió un héroe, el primer caído por la patria en aquel glorioso día 2 de abril de 1982: el mendocino Pedro Giachino. Mujeres capaces de criar y educar héroes. Mujeres capaces de continuar la causa por la que sus hijos o esposos ofrendaron la vida[39].
 La Guerra de Malvinas es un hecho señero. Ciertamente la Causa de Malvinas revitalizó el espíritu patriótico y religioso del pueblo argentino. Lamentablemente la desmalvinización posterior barrió con ese espíritu. Uno de los protagonistas, el Teniente 1° Roberto Estevez  en carta a su padre escribe: "Lo único que a todos quiero pedirles es: que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo. (..) Papá, hay cosas que en un día cualquiera no se dicen entre hombres, pero que hoy debo decírtelas: gracias por tenerte como modelo de bien nacido, gracias por creer en el honor, gracias por tener tu apellido, gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy, y que es el fruto de ese hogar donde vos sos el pilar. (…) Dios y Patria o Muerte. Roberto". (Carta a su padre, 27/03/82) Pareciera que alguien hubiera tomado esta carta y hubiera dicho: “¿qué deberíamos hacer para hacer lo contrario de lo que pide el héroe?: pide la unidad de la familia, pongamos el divorcio; tiene un concepto del honor, eduquemos a las nuevas generaciones ignorantes en absoluto de lo que es lo honorable, lo honrrado; agradece ser católico, argentino e hijo de sangre española, enseñemos a nuestros niños que todas las religiones o no tener ninguna es igual, que ser argentino es poca cosa y que la mayor parte de nuestros males nos vienen del “genocidio descubridor”; agradece por ser soldado, denigremos al extremo a la milicia convirtiendo a los militares en mercenarios profesionalizados; agradece a Dios su hogar, prendamos fuego a los hogares”…
Y así llegó con la desmalvinización la democracia, el odio a la fe adoptará ahora el estilo gramsciano, o sea el de la revolución cultural. Es un odio feroz pero se manifiesta bajo los pretextos de la libertad, la autonomía del hombre, el derecho de la mujer, la igualdad de derechos, los derechos humanos, el respeto a todas las religiones y confesiones. 
Desde 1995 en adelante, se dará un paso más, ahora el centro de la revolución cultural ya no será el feminismo como en las dos décadas anteriores sino que se desciende aún un escalón más y el centro de la revolución será la teoría de género. Como explica Álvaro Fernández en su artículo «Ideología de Género: Caballo cultural», en el lenguaje común hablamos de «la mesa» (femenino) o «el vaso» (masculino). Es decir, nosotros asignamos en la cultura arbitrariamente el género masculino o femenino a las cosas. Así, substituyendo el concepto de «sexo» por el de «género», se pretende que la gente elija arbitrariamente a qué género quiere pertenecer, independientemente de su sexo biológico. Cada persona puede construir libremente su género, por lo que se termina en una autoconstrucción de la sexualidad u opción sexual[40]. Hay una serie de manipulaciones que vienen aparejadas: la del lenguaje, la que identifica igual dignidad con igual identidad, la dialéctica de la contraposición opresor-oprimido (en este caso hombre-mujer), la competencia con el hombre.
 Dice Federico Mihura Seeber que es dable suponer “que el poder del Anticristo, si este pertenece a nuestra época, no corresponda a la imagen convencional del poder político, sino a un poder light, un poder débil. O sea "tolerante, pacifista, garantista, benévolo, y dialoguista: un poder democrático". Sin embargo éste sería "un formidable poder. Un poder como nunca se ha visto: si es que el poder es -cómo enseña el sentido común- la capacidad de «hacer hacer a los demás lo que se quiera, sin oposición alguna». Y es un poder universal, es decir, global"[41]. Esto es fácilmente constatable en nuestra época y la Argentina no es ajena a este poder débil, y el autor agrega esta observación: "nunca antes en la historia se ha dado un despotismo semejante, por parte de un poder democrático"[42].
El autor explicita qué entiende por poder e insiste en la idea de alguien que puede hacerles hacer lo que quiere a los demás lo que sólo es posible "porque, antes de ello, ha hecho pensar a los demás, como quiere" (…) "Está demostrado que esta modalidad blanda del poder es mucho más efectiva que la dura"[43].
Pone Mihura Seeber un ejemplo: “una delegación de empresarios chinos estaba invitada a un asado, en Buenos Aires, en la casa de una familia numerosa. Parece ser que las empresarias chinas se peleaban entre sí por llegar a abrazar y besar a los bebes del matrimonio anfitrión: en China la procreación les estaba vedada. Estaba vedada por un poder fuerte, que no había conseguido, sin embargo, extirpar en ellas el instinto materno. Pensé para mí: ¿... Y nuestras mujeres occidentales, las del mundo libre y no-coactivo? A estás, en cambio, el instinto femenino les ha sido extirpado. No con cirugías ni con amenazas, no: haciéndolas pensar contra su naturaleza y contra sí mismas. Fueron inducidas a ello por un Poder... "light". Simplemente, no quieren tener hijos, y abortan, o "se cuidan". Y, entonces, ¿cuál de los dos poderes es más efectivo, el duro o el blando? Porque la intención de ambos poderes es la misma: frenar el crecimiento demográfico"[44].  Esto es lo que logra en el mundo y también en la Argentina la revolución gramsciana.

Conclusión

            Este es el periplo de esta lucha eterna entre dos ciudades, según nuestra visión, y el papel de la mujer en este marco a través de la historia. A cada una de nosotros el Señor nos pide, como enseñaba San Ignacio, optar por uno de estos dos pendones.
       Se nos dice que las tareas domésticas y la crianza son un obstáculo para la realización de la mujer. Sólo la ignorancia absoluta o la perversidad refinada pudo imponer esta idea. Porque no hay esplendor y belleza más entrañable que la de una casa regida por la prudencia, la gracia y la amorosa delicadeza de su dueña espiritual. Contestemos con la riqueza insondable de esos magisterios maternos que han hecho de sus casas refugios de concordia y escuelas de sabiduría y de sus hijos baluartes de santidad[45].
La restauración de la familia, de la patria y de la sociedad pasa por la mujer. Porque la mujer educa, la mujer lleva a sus hijos y esposo hacia Dios, la mujer domestica la cultura.
Necesitamos mujeres que tengan plena conciencia de que su mayor saber es el don de dar vida y que su mayor perfección es el misterio de dar a luz.
Necesitamos mujeres que tengan conciencia profunda, conciencia del origen y del destino, que tengan memoria, que sepan defender la dignidad de la mujer que brota del ser, junto al hombre, creados a imagen y semejanza de Dios.
Necesitamos mujeres que sepan que no todo es subjetivo… Que hay verdades eternas. Que hay certezas definitivas. Que no todos los discursos tienen el mismo valor. Que hay palabras vacía, palabras dañinas pero hay también palabras de vida eterna.
Necesitamos mujeres que sepan que la mujer perfecta no es la que mide 90-60-90, la que pasa por la pantalla o el escenario. La mujer perfecta es la que surge en el milagro de cada maternidad lúcida e íntegramente aceptada.
Decía Santa Juana de Arco “Corresponde a nosotros dar la batalla y a Dios dar la victoria”. Las mujeres de nuestra historia dan testimonio de esto: la guerra está ganada, sólo nos queda a nosotros presentar batalla.
¿Qué nos queda a nosotras? Resistir, resistir en esta tierra que Dios nos plantó intentando no perder aquella ciudadanía que está en los cielos, como decía San Pablo, la ciudadanía de la Jerusalén celeste.


[1] Greco de Álvarez, Andrea. Presencia e influjo de la mujer en la Historia Argentina. Buenos Aires, Ágape Libros, 2011.
[2] Hna. Marie de la Sagesse Sequeiros, SSVM. Régine Pernoud: La Mujer en el tiempo de las catedrales, en: Gladius. Buenos Aires, 2004
[3]  Hildegarda de Bingen, Carta a Werner von Kirchheim, año 1170.
[4] Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a la Curia Romana para el intercambio de felicitaciones con ocasión de la Navidad, Lunes 20 de diciembre de 2010
[5] Hildegarda de Bingen, Carta 8, al papa Anastasio, años 1153-54.
[6] Catalina de Siena, Carta al Cardenal Pedro de Luna (luego Benedicto XIII).
[7] Catalina de Siena, Carta al Papa Urbano VI
[8] Catalina de Siena, Carta al Papa Gregorio XI
[9] Catalina de Siena, Carta a su confesor fray Raimundo
[10] Antonio Rius Facius, México Cristero, t. 2, 71-72. Cit. en: Olivera Ravasi, Javier. La Contra-revolución Cristera (México, 1926-1929): Dos cosmovisiones en pugna. Mendoza, UNCuyo, 2013.

[11] Todos los hermanos varones de la Santa estuvieron en América y varios murieron en estas tierras. Su hermano Rodrigo de Cepeda, viajó a las Provincias del Río de la Plata en 1535 donde murió en 1537 o 1543 en manos de los indios. Lorenzo de Cepeda y Ahumada era vecino de Quito, en las provincias del Perú, estuvo en Pasto, Quito, Piura, Portoviejo, Guayaquil, Popayán, Cuzco. Tuvo familia en América y regresó a España poco antes de morir. Hernando de Ahumada viajó al Virreinato del Perú, se radicó en Pasto (Colombia) donde murió. Antonio de Ahumada viajó al virreinato del Perú, donde murió en 1546. Pedro de Ahumada se estableció en el Perú, allí se casó y regresó tardíamente a España donde falleció en 1589. Jerónimo de Cepeda también vivió en el Perú, estableciéndose por muchos años en Quito. Agustín de Ahumada vivió diez años en el Perú, catorce en Chile, fue nombrado gobernador del Tucumán pero falleció en Lima antes de asumir. Su hermana Teresa vivió especialmente preocupada por él, ya que combatió durante largos años en la Guerra del Arauco. En las "Relaciones" Cap. 20, Santa Teresa hace en 1571 el siguiente comentario respecto a su hermano Agustín, residente en Chile: "Estando yo un día después de la octava de la Visitación encomendando a Dios a un hermano mío en una ermita del Monte Carmelo, dije al Señor, no sé si en mi pensamiento: «¿Por qué está este mi hermano adonde tiene peligro su salvación? Si yo viera, Señor, un hermano vuestro en este peligro, ¿qué hiciera por remediarle? Parecíame a mí que no me quedara cosa que pudiera, por hacer”. cfr. Yépez, Diego de. Vida de Santa Teresa de Jesús, (Madrid, 1615) Buenos Aires, Emecé, 1946. Y Pólit Laso, Manuel María. Los hermanos de Santa Teresa en América. Quito, Imprenta del Clero, 1925.
[12] Greco de Álvarez, Andrea. “Santa Fe “la vieja”, testigo de una época”, en: Maritornes, Cuadernos de la Hispanidad, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2002, n. 2, p. 59-78. Cfr. Furlong, Guillermo. Cit. en: Sierra, Vicente. Historia de la Argentina. t I Conquista y población (1492-1600). Buenos Aires, U.D.E.L. p. 569-571. Figuerola, Francisco José. Por qué Hernandarias. Buenos Aires, Plus Ultra, 1981. p. 225.
[13] Guevara, P. José. Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay, en: De Angelis, Pedro. Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata, 2ª ed., Buenos Aires, Lajouane & Cía, 1910.  Tomo II.  p. 137, 141, 147.
[14] De los Escritos de santa Rosa de Lima, virgen, al médico Castillo, en: L. Getino, La patrona de América, Madrid 1928, pp. 54-55.
[15] Bruno, Cayetano. “Nuestra Señora del Rosario, la Virgen de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires”, en: La Virgen Generala; Estudio documental. Rosario, Didascalia, 1994. p. 151
[16] Caponnetto, Antonio. El Deber cristiano de la lucha. Buenos Aires, Scholastica, 1992, p. 327.
[17] Bruno, Cayetano. “Nuestra Señora de la Merced, generala del Ejército Argentino”, en: La Virgen Generala; Estudio documental. Rosario, Didascalia, 1994. p. 203.
[18] Ibarguren, Carlos. “La capitana María Remedios del Valle, Madre de la Patria”, en: En la penumbra de la Historia Argentina. Buenos Aires, Unión de editores latinos, 1956. p. 15.
[19] Piccinali, Héctor Juan. Vida de San Martín en Buenos Aires. Buenos Aires, del autor, 1984. p. 105.
Ejemplo de ese acompañamiento y seguimiento de las acciones e ideales de su esposo es el siguiente episodio ocurrido cuando aún eran novios. El 26 de junio de 1812, comenta Ricardo Rojas, se publicó una nota presentada al Triunvirato por varias damas porteñas, ofreciéndose a ayudar con sus bienes a solventar los gastos por la adquisición de armamento que acababa de hacer el gobierno para los ejércitos. Encabeza la lista de firmas la novia de San Martín, Remedios de Escalada. La nota expresa “La causa de la humanidad con que está tan íntimamente enlazada la gloria de la patria y la felicidad de las generaciones, debe forzosamente interesar con una vehemencia apasionada a las madres, hijas y esposas que suscriben. Destinadas por la naturaleza y por las leyes a llevar una vida retirada y sedentaria, no pueden desplegar su patriotismo con el esplendor de los héroes en el campo de batalla. Saben apreciar bien el honor de su sexo a quien confía la sociedad el alimento y educación de sus jefes y magistrados, la economía y el orden doméstico, base eterna de la prosperidad pública; pero tan dulces y sublimes encargos las consuelan apenas en el sentimiento de no poder contar sus nombres entre los defensores de la libertad patria. En la actividad de sus deseos han encontrado un recurso, que siendo análogo a su constitución desahoga de algún modo su patriotismo (…) Ellas sustraen la suma necesaria (para costear el valor de los fusiles), gustosamente de las pequeñas pero sensibles necesidades de su sexo, por consagrarla a un objeto, el más grande que la patria conoce en las presentes circunstancias. Cuando el alborozo público lleve hasta el seno de sus familias la nueva de una victoria, podrán decir en la exaltación de su entusiasmo: Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad. Dominadas de esta ambición honrosa, suplicamos las suscriptoras a V.E. se sirva mandar se graben sus nombres en los fusiles que costean”. Los donativos se recibían en casa del padre de Remedios, Don Antonio José de Escalada.
[20] Carta de José de San Martín a Mariano Necochea.
[21] Bruno, Cayetano. “Nuestra Señora del Carmen, patrona y generala del Ejército de los Andes”, en: La Virgen Generala; Estudio documental. Rosario, Didascalia, 1994. p. 296.
[22] Bruno, Cayetano, sdb. Semblanzas misioneras de la Patagonia, Tierra del Fuego e Islas Malvinas. Rosario, Didascalia, 1991. p 84.
[23] Bruno, Cayetano, sdb. La Argentina nació católica. Buenos Aires, Ed Energeia, 1992. T II, p. 510.
[24] Caponnetto, Antonio. Notas sobre Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires, Katejon, 2013. P. 17
[25] Ibidem, p. 31.
[27] Caponnetto, A. Op. Cit. p. 30.
[28] Díaz Araujo, Enrique, Del Laicismo decimonónico a la Reforma del ’18. Separata de la Revista Gladius, p.  69-70.
[29] Ibidem.
[30] Gálvez, Manuel. Tránsito Guzmán. Buenos Aires, Theoria, 1956, p 197.
[31] Ibidem, p. 9.
[32] Ibidem, p. 189.
[33] Ibidem, p. 190.
[34]Ibidem, p. 192-193.
[35]Discurso de José Antonio Primo de Rivera en Don Benito (Badajoz) el 28 de abril de 1935”. En: Obras de José Antonio Primo de Rivera. Madrid, Delegación Nacional de la Sección Femenina del Movimiento, 1971, pp. 538-539.
[36] Caturelli, Alberto. La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy, Buenos Aires: Gladius, 2006.
[37]La teóloga Lucetta Scaraffia reta al papa Francisco a nombrar cardenalas”, en: Periodistas en español.com, 27/09/13.
[39] Rearte de Giachino, Delicia. Cada día un dos de abril. Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2005.
[41] Federico Mihura Seeber. De Prophetia y otros temas de actualidad. Buenos Aires, Gladius, 2010.  P. 82
[42] Ibidem.
[43] Ibidem, p. 84.
[44] Ibidem, p. 84-85.
[45] Caponnetto, Antonio. La misión educadora de la familia. Mendoza, Narnia, 2000, p. 29.

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